miércoles, 16 de febrero de 2011

Escuchar, ver, tocar.






Es algo demostrado por lo general nos sentimos más a gusto cuando estamos en compañía que en soledad. Si, ya sé que hay que quitar de en medio las circunstancias especiales, esas en las que en plan torero nos da por el “dejadme solo joder”, o las que por fuerza, no hay más remedio que afrontar la vida en aislamiento, y que al final dinamita toda necesidad de compañía. A lo que me refiero es que desde el punto de vista anímico, el estar en compañía hace que todo sea más llevadero, y que como la sabiduría popular lleva enseñándonos desde hace siglos, las penas compartidas son menos penas, y las alegrías compartidas son dobles alegrías. Ante la adversidad, necesitamos ser escuchados, y ese principio tan simple es vital para aquellos que han sufrido o están sufriendo un trauma. Solo tenemos que recordar el fenómeno migratorio que se produjo en el fatídico once de marzo cuando el atentado de los trenes, en el que a la vez que se confirmaban las primeras decenas de víctimas, oleadas de psicólogos y psiquiatras, sin ser demandados por nadie en particular, acudieron a Ifema para consolar y escuchar a los cientos de familiares que se agolpaban unos con otros a la espera de que se confirmaran los peores presagios. Que nos escuchen es una necesidad, y solo el hecho de mostrar la paciencia suficiente, puede llegar a ser un apoyo de incalculable valor para el que lo necesita.
Recuerdo que la primera vez que leí sobre ello fue al psiquiatra Victor Frankl, quien en su libro El Hombre en Busca de Sentido, incluso ponía nombre “Logoterapia” a esta manera de tratar a los que habían sido compañeros suyos en el campo de concentración de Auschwitz. Simplemente con escucharles, conseguía que sus vidas fueran más dignas, y que a pesar de los sufrimientos y el terror omnipresentes, aun habiendo perdido toda esperanza de supervivencia, consiguieran no abandonarse a una muerte que por otra parte era la salida más fácil para la mayoría de ellos.
Curiosamente, otro de mis autores favoritos, Heinrich Harrer, también habla en sus dos principales obras, Siete Años en el Tíbet y La Araña Blanca, de esta necesidad de sentirse acompañado, de ser escuchado. Y digo curiosamente, porque si bien Frankl era judío y por ello fue hecho preso en la Segunda Gran Guerra, en aquella misma época Heinrich Harrer llegó a ser amigo personal del mismísimo Adolf Hitler, y lo mejor de todo, es que ambos eran austriacos. Harrer jamás negó que hubiera mantenido relación con el Fuhrer, todo lo más lo justifico como algo que le llegó por sus méritos deportivos más que por su afinidad al partido nazi o a sus ideas, pero lo que está claro es que fotos suyas con la cruz gamada hay unas cuantas, y no es raro que durante décadas se le mirara con lupa. Y entonces qué es lo que ocurrió con Harrer, pues muy sencillo, que durante los siete años en el Himalaya, tuvo que sufrir como un perro los rigores de la soledad y de una guerra completamente desigual entre una poderosa China y un famélico Tíbet. Como todos sabemos, las cosas allí no han cambiado mucho, y prueba de ello fueron las imágenes de detenciones y protestas que hubo antes y durante la celebración de la pasada Olimpiada de Pekín.

Leo ahora una recopilación de casos excepcionales ocurridos en las montañas del Himalaya, en la que Joe Simpson, narra acontecimientos de extrema dureza, situaciones en las que personas a priori normales, abandonan a otras personas también normales. Las abandonan a su suerte, directas a la muerte, con la más absoluta falta de humanidad que se puede ver entre seres humanos civilizados, gente que está ahí porque quiere, y porque libremente lo ha elegido. La mayoría de los casos que cuenta terminarían de cualquier forma con la muerte, pero lo que de todo punto es inadmisible es que aquellos que asistían desde pocos metros a tales dramas, ni siquiera se plantearon el más pequeño gesto de consuelo humanitario. Negarle a un moribundo una caricia de compasión, yo no creo que haya un pecado mayor.
Que no se me malinterprete (¡o si, me da igual!) pero los humanos necesitamos tocar y ser tocados. Desde niños, ese es el mayor de los consuelos ante la desazón y el dolor, así lo manifiestan los pediatras expertos en la materia, y de hecho es el primer impulso que tenemos cuando asistimos a un tropezón o una caída de nuestros hijos o de cualquier crio en general. Como en las antiguas cordadas, en las que la cuerda, aunque inservible ante una caída seria, tranquilizaba y daba seguridad al que iba de primero; una caricia, sin tener capacidad curativa propia, también es válida para lo mismo, y no solo en niños, también en adultos. Que nos escuchen y que muestren solidaridad con nuestros pesares no solo es agradable, sino que es indispensable, y si además notamos en el cuero una mano amiga, mil veces mejor.
Del día que me operaron esta última vez, solo recuerdo el dolor. Si sé que era insoportable, pero por lo demás, puesto que estaba hasta las trancas de morfina y otras drogas varias, no tengo ningún recuerdo claro. Me cuenta Laura, que estaba allí, que cuando desperté, parece que no paré de llorar desconsolado pues no habían completado la reparación total de la rodilla. Su hermana María, al verlo, me cogió con ternura la cabeza susurrando palabras tranquilizadoras y de consuelo. No he tenido oportunidad de agradecérselo personalmente, ni de que me cuente qué le llevó a hacer algo tan digno, tan cariñoso y tan intimo, y aunque no me acuerde, se que se lo debo. Gracias María.

2 comentarios:

  1. magnifico tu artículo amigo, como casi siempre, si, si, digo casi, poque este es difícil de superar. Yo sabía que tenía por amigo un gran ser humano, digno y hombre, pero tu artículo te hace mucho más grande en esa cojera que arrastras. El escuchar es generoso, el tocar misericordioso y valiente, pero las palabas también importan, asi que ahí lo llevas, te quiero hermano, hoy no mereces recibir otra cosa, ah! y aquí me tienes camarada...

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