lunes, 30 de agosto de 2010

Una Hoguera de las Vanidades





Ante todo pido disculpas para aquellos que hayan entrado en el blog y no han encontrado nada nuevo desde el ocho de julio. Todo tiene su porqué, y esto también, pero os aseguro que el porqué no tiene ningún interés, lo llamativo ha sido el cómo, pero eso es historia de otro día. El caso es que estos casi dos meses me han servido para leer mucho, nadar mucho y observar mucho y todo ello junto ha sido como un “reseteo” mental que ahora me llena de ganas de volver a contar cosas que puedan ser de algún interés.
El verano es al año, lo que el medio día es al día entero, momento para parar, descansar un poco y tratar de no hacer nada trascendente. Utilizando un símil alpino, si uno quiere saber algo de una montaña, o de una pared, lo mejor es hacerlo a primera hora o mejor aún esperar al final del día pues es con la luz de costado cuando aparecen las imprescindibles sombras que nos revelan presas y agujeros, fisuras y grietas, viras y resaltes que nos ayudaran durante la escalada, y que nos enseñaran el camino hacia la cima. Al igual que si nos encontramos en una ascensión invernal, las horas intermedias del día suelen ser las más peligrosas pues la posibilidad de aludes y desprendimientos de piedras se incrementa de manera exponencial, por no hablar de lo fatigoso que resulta andar por una nieve derretida por el calor donde las botas se hunden sin compasión paso tras paso, haciendo que la jornada sea todo un peregrinar. Pues con el verano pasa un poco igual, y es que el calor nos aletarga, nos hace lentos y torpes, y ese permanente estado de hastío no ayuda en nada a sacar lo mejor de nosotros mismos. En consecuencia, es mejor quedarse quieto y esperar a climas más frescos antes de enfrentar cualquier nueva empresa o proyecto.
Sin embargo, si hay una actividad que por su condición es precisamente en el periodo estival el momento idóneo para su práctica. Se trata de observar a los demás. Y no me refiero mirar aquí y allá en plan “Voyeur” buscando la tableta de abdominales de aquel o los pechos operados de la de más allá, no, me refiero a descifrar el comportamiento de las personas en un entorno no laboral, y con especial atención de aquellos que conociéndolos desde hace décadas, es ahora cuando situados ya en las capas superiores de sus respectivas pirámides de Maslow, se descubren a sí mismos y ante los demás como son realmente, cerrando de esta manera un particular círculo vital.
Cuando uno lee a todos esos grandes del alpinismo, ya sea Terray, o Rebufatt, Hunt o Herzog, Mallory o Harrer, o el que sea, siempre hay un denominador común en todas sus historias y vivencias: la amistad. Independientemente de la empresa a la que se estuvieran enfrentando, la hermandad de la cordada está siempre presente siendo parte fundamental y condición imprescindible sin la que el fin último de muchas de las aventuras no tendría un sentido completo. Esos personajes tan extraordinarios capaces de subir las más difíciles y peligrosas paredes, no serían tan admirables sin su generosidad para con el compañero, sin su entrega total en el esfuerzo, o sin su sacrificio extremo ante la adversidad del otro. Ya sea durante la propia escalada o durante una terrible tempestad en medio de la noche, ahí arriba siempre están dispuestos a darlo todo por el otro, hasta la vida. Ayudan lo que pueden y más, y cuando las posibilidades de ayudar se agotan, entonces sufren. En su libro La Araña Blanca, Heinrich Harrer cuenta la anécdota de que en la primera ascensión al Eigerwand, vivaqueando la cuarta o quinta noche en la pared, a más de 3750 mts., bajo una intensa lluvia de nieve y granizo y un frio descorazonador, su compañero vienés Fritz Kasparezk se quejaba de que ni siquiera se podía fumar un cigarrillo para calentarse pues todos los que llevaba, se habían empapado al igual que sus ropas y demás enseres. Harrer no protestaba por nada, no obstante, sin que el otro lo apercibiera, el casi sollozaba por no poder ayudar a su compañero; por no tener ni siquiera un cigarrillo seco que ofrecerle. Muchos años atrás, ambos iban en bicicleta por la misma carretera de los Alpes, en Sillian. Al ver las inconfundibles mochilas que portaban, se detuvieron y enseguida entablaron conversación. Pronto Kasparezk se dio cuenta de que Harrer estaba hambriento y no dudó en entregarle toda la comida que había comprado hacia unos momentos animándole incluso a comérsela toda con un elocuente ¡Aquí tienes, come! Ante la mirada sonriente y complacida de su nuevo amigo, Harrer comía con fruición sin sospechar en ningún momento que aquellas peras y melocotones que engullía sin parar, era la única comida con la que Fritz Kasparezk contaba hasta llegar de nuevo a su casa en Viena, a más de quinientos kilómetros de donde se encontraban, pues ya no tenía más dinero. Ahora, bajo el intenso frío, la nieve y la lluvia, Harrer no se quejaba de nada, solo le dolía no poder sacar un cigarrillo seco y decirle a su amigo ¡Aquí tienes, fuma!
Quien me conoce sabe que la mía es una visión más que romántica de la amistad, siempre lo ha sido. Con orgullo y admiración he hablado siempre de mis amigos a los que casi contaba con los dedos de mi mano derecha, pues siempre me han parecido frívolas y detestables aquellas personas que abusan de la palabra amigo con total desparpajo, pues tiene para mí un sentido casi sagrado, incluso bíblico. Por ello, no hay nada que me revuelva más el estómago que la falta de lealtad de un amigo…aunque a la larga, entre amigos todo sea perdonable.
Habían pasado tres años desde que tuve la última vez que contemplé el espectáculo de las sombrillas. El ser humano es territorial y conquistador por naturaleza y por ello busca siempre el entorno más favorable, pero si hay alguien que se identifique en todo su esplendor con ese afán de asentamiento y de posesión de un pedazo de tierra, ese es el “Español con sombrilla”. ¡Dios mío las cosas que se ven en la playa! , ¡Que espectáculo de ataques y defensas, de “miniguerras” en tres metros cuadrados! Ha sido digno de ver, pero bueno, a lo que voy es que en este periodo de observación, aparte de la conquista “sombrillera” matutina y otras miserias, si hay algo que me ha resultado especialmente llamativo ha sido poder ver con mis propios ojos cómo veintitantos años después, aquellos que siempre fuimos amigos solo tenemos que cruzar una mirada para encontrar complicidad y camaradería, y aquellos que nunca lo fueron directamente se diluyen en una cortina de hipocresía y banalidad, entre sillas plegables y sombrillas de playa. Y es que en el camino entre la orilla y la tumbona, o el de la playa al bar de las tapas, muy pocos pasan con dignidad el corte de la hoguera de las vanidades, pues hoy en día pocas apariencias engañan, y en bikini y bañador menos aún. Puede que yo mismo meta algo de barriga antes de ponerme la camiseta, lo confieso, pero de ahí a querer parecer uno de los herederos de los Tudor, hay un tiro de escopeta.
En la edición conmemorativa del Sesenta Aniversario de la Primera Ascensión a la Pared Norte del Eiger, el ya octogenario Harrer finaliza con una especie de epílogo dedicado a la cordada. Él no se refiere estrictamente a ésta como un término exclusivo del alpinismo o de la montaña en general, más bien como una manera de afrontar las relaciones humanas, tanto las profesionales como las personales. Habla de la lealtad, del honor, de la confianza, del respeto, de la generosidad, incluso del amor. De sentimientos y cánones morales que vistos hoy en día parecen sacados de historias antiguas, pero que deberían y deben ser la piedra angular entre camaradas de una cordada; o entre buenos compañeros de trabajo; o entre un matrimonio o una pareja de novios. Pero sobre todo y por encima de todo entre buenos amigos de toda la vida.

Pd. Amigos míos, os quiero.