Se acerca la hora, así que irremediablemente ya acechan los nervios. Para mi ha sido, es y espero que sea inevitable. Siempre, y digo SIEMPRE, que llega la víspera de una actividad en la montaña, me lleno de nerviosismo y de impaciencia. Solo el hecho de imaginar situaciones futuras ya me llena de satisfacción y disfrute, pues para mi, ya ha comenzado la aventura. Y da igual que sea un paseo matutino por el monte bajo, que una gran travesía de varios días por las altas cumbres, ¡o como si es un día de esquí! Ya los días previos son parte en si misma de la acción, y cuanto mas se acercan las horas, mayor es el estado de ansiedad y de nerviosismo.
La cabeza se me llena de ilusiones y de situaciones maravillosas, por no decir que pensar en el material, elegirlo y meterlo en la mochila se convierte muchas veces en uno de los mayores placeres del propio destino. ¿Qué llevar? , ¿qué no?, ¡qué dilema! Si como dice el gran Manolo Navarro, el Montañismo es el arte de vestirse y desvestirse; hacer bien la mochila es un Máster en Gestión y Administración de Empresas.
¿Y a qué viene todo esto? Pues muy sencillo: el próximo día veintiséis de diciembre comienza el II Encuentro de Montaña y Aventura, y aunque cojo e impedido cual Calamaro abatido y desalmado, allí estaré para compartir con buenos compañeros y amigos tres días de camaradería, aventuras y experiencias: alimento del espíritu, no os quepa duda.
Lo que pase, se contará después, pero seguro que tanto los que se peguen los pateos como los que quedemos en retaguardia en nuestros personales cuarteles de invierno, viviremos y gozaremos de gratas experiencias. Ya se escribirá.
¿Y el año pasado? Pues entonces tuvimos un debut de lo más especial. De la mano de el Intrépido de los Intrépidos, el Gran Pepe Baena "Messner" que entonces se encargó del diseño y organización, nos plantamos casi una veintena de hambrientos de aventura dispuestos a casi cualquier cosa, y vaya si nos exprimió. Cierto es que a la reunión se apuntó también una pertinaz lluvia que elevó la primera jornada a cotas de "lo imposible", demostrándonos empíricamente que la Naturaleza hace y deshace a su verdadero antojo, y que ante su fuerza desatada, nada somos los pequeños mortales. Tengo muchas imágenes guardadas: por el carril hacía el Postero Alto con los 4x4, viendo en directo como desaparecían los caminos ante las decenas de torrentes indomables que se formaban en cada uno de los barrancos; pertrechándonos antes de la batalla, con cara de "todo controlado" pero con la faraónica pirámide de la duda agrandándose cada vez más en nuestras cabezas mientras observábamos que el clima no tenía pensado darnos la más mínima tregua. ¡Y también tengo la imagen de la derrota convertida en victoria! La montaña rezumaba agua sin parar, y el cielo se había caído sobre nuestras cabezas durante horas, y aun así, las ganas de estar y de convivir pronto hicieron que las soluciones y las alternativas aparecieran como primeros claros tras la tormenta, y finalmente, lo que había comenzado como un fracaso terminó como parte en si misma de la expedición, sin la cual ya nada hubiera sido lo mismo. Pero sin duda, si me he de acordar de una imagen de esa jornada es la del indomable y por que no decirlo, algo irresponsable Pepe "Messner" tratando de cruzar el Naute a base de destreza y "testiculina", cuando absolutamente todos y cada uno de los allí presentes asistíamos incrédulos al espectáculo de sus intento, mientras que nuestros rictus terciaban de preocupación a admiración con la misma facilidad con la que un niño pequeño llora o ríe.
El segundo día fue el de la reconciliación con la Naturaleza. Nosotros, pequeños seres no mas importantes para ella que un árbol, habíamos tratado de ultrajar sus montañas con el solo pretexto de la voluntad y el deseo, y eso como siempre había sido motivo de desagravio y consecuente dosis de venganza, de manera que tras unos cuentos directos a la barbilla y un par de ganchos a nuestro orgullo, en muy poquito tiempo nos hubo colocado en nuestro sitio, eso si, guarecidos en la comodidad de las calderas y las confortables estancias de Capileira. Y tras una noche inolvidable, quizá más para unos que para otros, pero de disfrute en general, las nubes y el agua nieve dieron paso a un cielo raso de luminosidad infinita y de condiciones maravillosas para nuestro empeño. Ayer perdimos si, pero hoy ya hemos ganado. ¡Qué importante es la cabeza en la montaña! Con un día así, uno se siente capaz de cualquier cosa; de subir a dónde sea.
Imágenes tengo a patadas, algunas duraron un solo segundo, otras tardaron horas en desvanecerse, pero todas forman parte de un día de montaña de verdad: el inicio por el pinar en la aproximación al Refugio del Poqueira; las primeras huellas de las suelas en la nieve; el Veleta y Los Machos como fondo de pantalla; la lejanía del destino; ¡la imprudencia de mi caída!, las diferentes velocidades de cada montañero..., la maravillosa soledad de un atardecer en la cara oeste del Mulhacén viendo ponerse el sol en el horizonte del Atlas Africano; el cañón de luz del frontal rompiendo la oscuridad de la cima mientras miles de partículas de hielo ventean y ensordecen cualquier posibilidad de silencio y tregua; las luces del refugio en mitad de la gélida noche mientras que lo único que se escucha es la respiración propia y el sonido de los crampones sobre la nieve y el hielo...música celestial! Sin duda, ninguna de ellas se ha borrado de mi memoria, ni lo hará desde luego, pero si me he de quedar con alguna, me quedo con la de después: tres mesas de compañeros comiendo del mismo plato, riendo con las mismas cosas, viviendo el mismo placer, el placer de la montaña. Unos subieron y otros no, pero daba igual pues el objetivo no estaba por encima de los tres mil, sino que se encontraba exactamente alrededor de esas mesas donde ahora nuestros ojos enrojecidos por el viento y el esfuerzo, brillaban de felicidad y plenitud.
Corta fue la tregua sin duda, pues a la mañana siguiente de nuevo amanecimos con un tiempo detestable, valido para sentarse a tomar café, charlar y mirar por loa ventana, pero inútil si lo que se quiere es disfrutar de una jornada de montaña. Aun así, también vale para acumular buenas experiencias, y de esa manera, un a priori descenso tedioso y lleno de fatiga, se convirtió en una tercera jornada de buen andurreo con comilona final incluida, e inicio de futuras hostilidades ante las que dentro de pocos días nos vamos a enfrentar. La montaña da para eso y mucho más, pero si me he de quedar con un recuerdo, me quedo con el rato de calzarnos las botas antes de salir a la intemperie. En aquel cuarto repleto de humedad y frío, no solo dejamos atrás los zuecos con los que nos habíamos movido por el comedor, pues mientras nos atábamos los cueros y los cubríamos con las polainas, también dejábamos un trozo de nuestra alma con el deseo de volver muy pronto a recuperarla. Qué sensación tan extraña la de querer quedarte y no poder hacerlo. Que ingrato, y que definitivo.
Muchas veces he pensado en cual es la clave para que a una persona le guste una cosa y a otra no. Somo todos diferentes, lo se, pero en realidad, en el entorno social en el que vivimos, las diferencias no son tan abismales, y de hecho, son muchas mas las cosas con las que coincidimos que con las que nos diferenciamos. Salvo los necios o los que padezcan agorafobia, todo el mundo es capaz de encontrar la belleza de las montañas y las cumbres, de los espacios abiertos y los paisajes infinitos, y sin embargo, no todo el mundo está dispuesto a pagar el precio que requiere observar y vivir tal lujo para los sentidos. Un montañero, aparte de tecnicismos y demás controversias por edad, acción o afición, es aquel que aunque no lo sabe, de manera innata tiene tendencia a ascender obstáculos naturales, pues en definitiva siente que siempre hay una parte de el que permanece arriba, y que con el tiempo incluso él mismo, comienza a pertenecer poco a poco a esa cumbre.
Ni que decir tiene que este año de cojera me tocan otros menesteres, y en vez de llevar la chaqueta de Gore-Tex y las botas , sería mejor que llevara el mandil que me compré en Ikea hace un par de años. Pero bueno, igual que leer a Messner, a Simpsom o a Herzog también es una manera de subir montañas, estar con los amigos y ver en sus caras el destello de la felicidad, compartir sus penas y alegrías, o escuchar sus historias también es una manera de sentirse un poco montañero.
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