lunes, 4 de octubre de 2010

Cuaderno de Bitácora.



Día 8:

Según las costumbre marinas, siempre que un barco sale de puerto, durante su singladura, el capitán del mismo o en su defecto los marineros que se encargan de las guardias anotan en un libro aquellas circunstancias notables que pueden influir o ya lo han hecho ya en la situación del navío. Ese libro, en aquellos barcos que no contaban con puente de mando, se guardaba en un armario de forma cilíndrica (Bitácora) que se ubicaba al lado del timón, y que a su vez portaba la aguja náutica, que en todo momento debía apuntar al norte, ayudando así a mantener el rumbo deseado. Como es lógico, aquí, al lado del sofá de casa de mi madre ni hay bitácora, ni hay caña de gobierno, ni velas que gualdrapean ni nada de nada. Es más, lo más cerca que estoy del mar es una litografía de “Muchacha mirando por la ventana” en la que al fondo se ve un trozo de bahía, y el mar de por medio. Tristísimo vamos.

¿Y qué escribir pues en el cuaderno? ¿Qué ha ocurrido durante estas guardias que deba ser reflejado en ese libro sagrado que, cual caja negra, desvela a sus revisores lo más trascendente del viaje? Pues poca cosa, la verdad. Y es que las convalecencias son aburridas, terriblemente aburridas, y por no dar, no dan ni para contar historias. Pero el caso es que hablando de navegaciones y de singladuras, me ha venido a la memoria la historia de uno de esos individuos que cualquier amante de las grandes aventuras, debe conocer. El Capitán Sir Ernest Henry Shackleton.
Para empezar, y como introducción de la historia que os quiero contar, solo diré que este es uno de esos individuos que como Mallory, me reafirman en la teoría de que hoy en día ningún aventurero les llega a la suela de los zapatos, pues estos eran hombres excepcionales, con unos valores y voluntades a prueba de todo, capaces de superar las limitaciones sociales y tecnológicas de su época a base de tesón y coraje, de inteligencia e ingenio, de arrojo y fe en su sino.
Su destino se unió al mar desde muy joven, pues con poco más de quince años y contradiciendo a su padre se embarco en su primer navío, y a los veinticinco ya era nombrado capitán. Y solo dos años después ya se enroló en la primera expedición Antártica a las ordenes del capitán Scott, casi nada. Y es que esta época está llena de grandes coincidencias, no en vano, otro de los nombres ilustres que se cruzó en su vida fue el del Roald Amundsen, primer hombre en alcanzar el Polo Sur en 1911, aventura que el propio Shackleton trató de lograr tres años antes.
Pero bueno, si hay un viaje por el que este aventurero es reconocido históricamente es el que le llevo a tratar de cruzar las 1800 millas que separan de mar a mar el cruce del continente antártico. El barco partió de Buenos Aires el 8 de agosto de 1914, y el 5 de diciembre se encontraban en las inmediaciones antárticas, y ya desde ese momento las cosas se mostraron complicadas. Grandes trozos de hielo se acercaban con peligro de impactar en el casco. Durante horas y horas tanto él como el segundo de a bordo consiguieron milagrosamente esquivar esos peligros, aunque el avance fue mínimo. Ese penoso avance se mantuvo hasta el 19 de enero, momento en el que todo el hielo flotante aprisionó por completo el barco dejándolo varado en mitad del océano, acompañando en su natural deriva a los enormes témpanos. El paso de los meses se hizo inevitable, y con ello, la temida llegada del invierno. A finales de octubre el barco se rindió frente a las poderosas fauces del hielo, y comenzó a partirse. Shackleton, tras valorarlo mucho, tuvo que tomar la difícil decisión de abandonar la nave. Hasta ese momento, la deriva les había hecho avanzar un total de 1186 millas, restándoles aun casi 350 hasta llegar al punto deseado. Acamparon cerca del moribundo barco, al cual vieron hundirse finalmente a finales de noviembre. El paso del tiempo, al igual que les había traído el invierno, ahora les hacía llegar el clima más cálido, por lo que el hielo que les servía de superficie vital, ahora se deshacía obligándoles a subirse a los botes para no perecer ahogados. Sin un rumbo conocido siguieron a la deriva, y por fin en abril consiguieron arribar a la Isla Elefante. Aquello fue una luz de esperanza, pero Sir Ernest pronto supo que aun no habían logrado salvarse realmente, y no tardo en planear una expedición en busca de ayuda que le haría navegar otras 800 millas más, cruzando el cabo de Hornos hasta arribar a una antigua estación de balleneros.
Dejando al resto de la tripulación en tierra, con la esperanza de volver pronto para poder rescatarlos, los tres botes auxiliares comandados por el propio Shackleton partieron de nuevo en busca de la deseada ayuda. Tras extenuantes días de navegación en condiciones extremas, por fin vieron los arrecifes que flanqueaban la costa que identificaron como la bahía de Hakkon, a veinte kilómetros de la estación ballenera. El propio Capitán y dos compañeros se enfrentaron a ese trayecto lleno de escarpadas cumbres y enormes glaciares, y tres días después por fin llegaron a su destino. Tal era el aspecto demacrado que presentaban que incluso los propios habitantes de la estación desconfiaron de ellos, y solo cuando el Capitán se pudo identificar, consiguió que un barco ballenero se pusiera a su servicio para ira a socorrer a todo el resto de la tripulación que se había quedado en la Isla de Elefante, y cuyas reservas de alimentos y combustible hacía tiempo que se debían de haber terminado, pues llevaban allí mas de cien días a su suerte. Con el ballenero, Shackleton no pudo llegar a Isla Elefante, y lo mismo le pasó con otros dos buques más. Parecía que el rescate iba a ser imposible, hasta que al fin, con un Vapor prestado por el gobierno chileno, consiguió llegar a la costa deseada. Era el 30 de agosto de 1916, casi dos años después desde que salieran de Buenos Aires. Los supervivientes, haciendo señales con trapos ardiendo, observaban exultantes de alegría como su rescate se acercaba a la orilla, con su Capitán en la proa que a voces preguntaba sin cesar si todos estaban bien, pues esa era su mayor preocupación. Increíblemente todos habían sobrevivido, los cincuenta y seis tripulantes y el mismo habían sobrevivido.

2 comentarios:

  1. hola amigo, me alegro de que escribas estas grandes páginas de la historia aventurera, eso significa que empiezas a estar mejor, ya me contaras como va la rehabilitación, acuérdate cuando duela de que es una caca al aldo de perderte n la isla elefante como tuamigo shakelton.

    a tu artíclo quiero añadir algo sime dejas, bueno lo hago sin pemiso, el año pasado en enero estuve viendo una exposición sobre shakelton en e hospital real, era temporal, aunque es estable creo que en nueva york. Lo que más me llamo la atención fue un aparatito llamdo SESTANTE, servía para orientarse tratando de trazar el punto de destino, pero claro, la orientación era con el sol, el horizonte y la posición en el barco. Ni me imagino como pudo el marienero correspondiene, de pie en una barca auxilar (que fue lo que utilizaron echándole cojones para salir de los hielos)mantener tieso el sestante cn unoleaje de cojones, y demás, aquí está el punto, alcanzar la isla de cuyo nombre no me acuerdo, sin n mínimo error enmedio del antártico.., ah! y sin GPS, ni spot ni pollas...

    bueno amigo, un abrazo, y mira en youtube la faena d ejan mora enmadrid, 3 orejas, no te pierdas como mata al toro al salir de una tanda d emuletazos con la izquierda. un furte abrazo

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  2. Detecto que empleas componentes de la NASA y partes del método Stanivslasky en tus escritos. Mucho ánimo y recupérate pronto. Fdo: uno de Calajonda.

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