miércoles, 27 de octubre de 2010
Rescates Imposibles (II)
He hablado varias veces en este Blog del Eiger, y a expensas de parecer algo pesado por la recurrencia, lo cierto es que seguir hablando de Alberto Rabadá y Ernesto Navarro es inevitablemente hablar de la pared norte de esa montana con nombre de ogro.
En este punto, me encantaria contar que igual que en otras paredes, los dos maños escribieron páginas de gloria en el Montañismo español, y que su hazaña de llegar a la cumbre protagonizó portadas de diarios así como cabeceras de los informativos de la época en televisión Española. Pero no, en realidad fue otro drama en el Eigerwand.
Como ya he contado, por aquel tiempo, estos dos escaladores eran "lo más" a nivel nacional. Acaso pugnaban por ocupar el puesto de mejor cordada española de la época con los catalanes Anglada y Pons. Dicha competencia llevo a estos últimos a intentar esa "norte" el verano del 62, si bien fueron rechazados por las malas condiciones de la pared, y no forzaron la intentona. Se dieron la vuelta y salvaron la vida.El caso de los maños no fue así.
Cuando pensamos en la montaña, fácilmente nos dejamos llevar por el simplismo de atribuir al invierno la nieve y hielo, mientras que al verano le suponemos las temperaturas suaves y las agradables jornadas de sol. Menudo error. Yo mismo he pasado un 24 de junio bajo una nevada de espanto a 2000 metros en Sierra Nevada, y en los Alpes, esto mismo es lo habitual durante buena parte del tiempo. De esta manera, programar la escalada de la pared del Eiger, no solo es una cuestión de experiencia y entrenamiento, sino que irremediablemente hay que contar con el factor meteorológico. Hoy día, el mas tonto sabe leer un mapa de isobaras, y los pronósticos sobre el clima venidero tiene porcentajes de acierto elevadísimos. Pero en el verano de 1963 las cosas no eran así, y el factor suerte era irrenunciable.
Después de estar una semana entera observando la montaña un día tras otro, viendo como un tiempo detestable no dejaba ni un solo claro para poder tener la mínima esperanza, cuando los dos aragoneses atisbaran el primer rayo de sol cruzando el mar de nubes, me imagino que les faltó tiempo para ceñirse las correas de sus mochilas, y salir disparados hacia su destino. Era el 11 de agosto, y esa misma mañana, otros dos escaladores japoneses ya estaban en la pared cuando Rabadá y Navarro comenzaron los primero largos. Mientras que los nipones conocían a la perfección las leyes no escritas del Eiger y a la hora del medio día se detuvieron a vivaquear en el Nido de Golondrinas, incomprensiblemente, los españoles no les imitaron sino que siguieron su escalada, arriesgándose de manera incauta a la lluvia de piedras y rocas que a esa hora produce el deshielo en cotas superiores. Además, el factor suerte, empezó a ponerse en su contra pues el tiempo se torció bruscamente. ¿Por qué no se dieron la vuelta como hicieron los japoneses? Es difícil saberlo, pero la realidad es que tomaron la decisión equivocada y lo pagaron con sus vidas. El clima ya no mejoró, y en las pocas horas de tregua que hubo esos cinco días, su avance en la montaña fue penoso y extremadamente lento, con lo que el agotamiento mental y físico no tardó en pasarles factura.
La mañana del día 16 era fría y soleada. Con esas condiciones, el helicóptero que realizó el vuelo de observación no tardo en localizar los cuerpos inmóviles de Alberto y Ernesto en la Araña Blanca. Veinte metros de cuerda mantenían su hermandad tras la muerte, pero también les aislaban del consuelo del compañero. ¿Cuento se tarda en morir de cansancio y de frió en esas condiciones? No tengo ni idea, pero ya sean minutos u horas, no quiero ni pensar el pánico y la desesperación de enfrentarse a tan brutal prueba con esa soledad tan cruel. Lo que si se sabe es que no hubo caída ni desprendimientos como en otras ocasiones ocurrió en la pared, sino que la mala preparación para esa escalada mixta, las malas condiciones atmosféricas, y la mala suerte en la toma de decisiones causaron la muerte de dos jóvenes soñadores, incrementando la leyenda negra de la Cara Norte del Eiger.
Vaya con el clima! Siempre tan importante, siempre tan decisivo, tan crucial. El mal tiempo no permitió el rescate de los cuerpos, y las autoridades dieron por sentado que dado el avance de las estación, no se podrían recuperar los cadáveres hasta el siguiente verano, en 1964. Me imagino la desolación de María Castán y María Teresa Sender, madres de los dos escaladores: sus hijos en mitad de una montaña lejana, sin poder velarlos ni enterrarlos. Como padre, no puedo llegar a suponer lo que les pasaría por la cabeza a Gabriel y a Nicasio, cuando cada mañana al levantarse se acordaran de que sus hijos ya no iban a volver de esa maldita pared.
Pero llego diciembre, y unos montañeros que trataban de descender la pared habiendo alcanzado la cima por una cara más fácil, observaron desde "La Plancha" que los cadáveres de ambos se habían precipitado hacia el vacío quedando los trozos de los cuerpos esparcidos en un área de 500 metros a cien metros de las rocas de entrada. Se envío un equipo de rescate, juntaron los restos y se los llevaron al deposito de cadáveres donde finalmente fueron identificados por don Félix Mendez y otro integrante de la Federación Española de Montañismo. Se que el dato es desagradable, pero lo tengo que poner: en la identificación, a Alberto Rabadá se le reconoció por el tronco, pues le faltaban brazos, piernas y cabeza. Ernesto Navarro fue menos complicado pues "solo" le faltaban las piernas.
Me hubiera encantado terminar de otra forma, pero como ya avisé esta historia no tenía un final feliz con rescatados saliendo en las noticias con gafas de sol Oakley y exclusivas en las cadenas de televisión. En aquel entonces se pusieron los medios que habían, y aun sin saber si vivían o no, los más valientes hombres del valle de Grindelwald no dudaron en enfrentarse al peligro para intentar durante cuatro días un rescate que todos sabían era imposible. En condiciones normales, con un torno Puma hubiera sido relativamente fácil, pero con ese tiempo y en esa pared, ni la cápsula mágica de los chilenos les hubiera sacado con vida. Y hablando de Chile, ¿qué hubiera pasado si al final no se hubiera podido rescatar a los mineros con vida? No lo se, pero vaya drama ¿verdad? Pues pensad en que las montañas más altas de la tierra están llenas de cuerpos(solo en la ruta sur del Everest se pueden contar mas de treinta a la vista de todos), y que probablemente jamas serán rescatados.
miércoles, 13 de octubre de 2010
Rescates Imposibles.
La verdad es que llevo dándole vueltas a este post desde hace bastante tiempo. Empecé con el en un archivo de Word, y tras guardarlo un par de días, decidí borrarlo pues no terminaba de gustarme lo que había escrito. Durante semanas lo he guardado en el congelador de la memoria, por una parte porque no encontraba la manera de contar esta historia, y por otra porque lo que quiero contar es demasiado dramático, otra vez. Quiero avisar que lo contaré en dos partes, no me queda otra, de verdad.
Los protagonistas de esta aventura son, mejor dicho fueron, auténticos héroes de una generación de montañeros y escaladores españoles. Iconos de una España saliendo de su cascarón en la que las gestas deportivas ya no eran solo las del fútbol o del baloncesto, sino que comenzaban a salir de sus escondites auténticos fenómenos nacionales, capaces de ya por fin estar a la altura de las grandes figuras europeas.
Pero bueno, en realidad toda esta historia empieza muchísimo antes incluso de que mis dos protagonistas nacieran, antes incluso de que la escalada se considerara un deporte en España, pues eso de ver un individuo salir al monte sin escopeta era como ver a otro en bañador en mitad de la maestranza. Don Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós, efectivamente era un gran aficionado a la caza, pero por encima de todo era un gran amante de las montañas y de los paisajes del Macizo Central de los Picos de Europa. Hacía años que los transitaba con su fiel amigo Gregorio Pérez "El Cainejo", que cazaba en ellos, y que a la par que los vivía, crecía en él la imperiosa necesidad de acometer la más grande de sus aventuras, y así en 1904, tras mucho penar, consiguieron realizar la primera ascensión al mítico Naranjo de Bulnes. El Marques de Villaviciosa y el pastor de Caín lograron una gesta total, la conquista de la cumbre de las cumbres, el logro de lo inaccesible, pero también el paradigma de lo incomprensible. La hazaña fue de órdago, pero como ocurre casi siempre tras todas "las primeras", esta inicial escalada también abrió el camino para que otros aun más audaces si cabe, contemplaran el Pico Urriellu como su personal acceso a la dificultad máxima, a la vía soñada, al reto de lo imposible.
Alberto Rabadá y Ernesto Navarro se llevaban un año. Ambos nacieron en tierras aragonesas justo antes de la Guerra Civil, y desde muy jóvenes se destacaron como auténticos genios de la roca. Su repercusión en la escalada es notabilísima, pues el numero de ascensiones, la apertura de nuevas vías y la dificultad de estas es incomparable. De hecho, hacer un resumen de sus hazañas es facilísimo: lo hicieron todo. Pero si hay algo que les define y les traslada a lo eterno es su apertura del Pilar Cantábrico, la Cara Oeste del Naranjo.
El Naranjo de Bulnes es una montaña atípica. Sin ser la más alta de los Picos de Europa, la totalidad de la caliza de sus 2519 metros de altitud hacen de su escalada una dificultad técnica máxima. Hacerse una idea es difícil para los que no lo hayan visto en vivo pero os aseguro que la magnitud de esta mole es bestial, acojonante, y los 750 metros de esta vía del Pilar Cantábrico son los 750 metros del "Patio del Terror". Rabadá y Navarro liberaron la via, con sus 500 metros de verticalidad total en 1962, y lo hicieron con maestría, con genialidad, pero sobre todo con valor. Esa magnífica escalada no solo supuso el punto más álgido del alpinismo español hasta la fecha, sino que para Rabadá y Navarro, respondió a un ansia de superación y les dio la llave maestra para su futuro, un futuro ya sin límites, que pondría sus ojos en el problema de los problemas europeos, en el mito de lo inaccesible, en la consagración suprema del escalador moderno: la Cara Norte del Eiger.
Estos días estamos asistiendo al increíble rescate de treinta y tantos mineros en una mina (no se sabe de qué) en Chile. Los pobres picadores han estado más de dos meses a más de 700 metros de profundidad, y lo más grave de todo es que mucho de ese tiempo, ni siquiera se tenía la certeza de que estuvieran con vida. El rescate está siendo espectacular, capaz de superar la imaginación del más reconocido guionista Holliwoodiense. No me cabe duda de que los pobres lo han debido pasar fatal, una experiencia traumática total, brutal. Me consta que el rescate ha necesitado de todos los avances, y que su dificultad a sido grande pero...gracias a Dios, posible. Porque la técnica, la ingeniería, la tecnología, la capacidad y los recursos puestos en marcha han sido ilimitados, tanto que incluso la NASA ha puesto de su parte. Y no se porqué, pero todo esto me ha traído a la memoria esta cuenta que tengo pendiente, y es que cuando el verano de 1963 Alberto Rabadá y Ernesto Navarro cascaron en la Araña Blanca del Eigerwand, desde luego no había ni tanto avance ni tantos medios para rescatarlos, ni falta que hacían, pero eso es historia del próximo día.
lunes, 4 de octubre de 2010
Cuaderno de Bitácora.
Día 8:
Según las costumbre marinas, siempre que un barco sale de puerto, durante su singladura, el capitán del mismo o en su defecto los marineros que se encargan de las guardias anotan en un libro aquellas circunstancias notables que pueden influir o ya lo han hecho ya en la situación del navío. Ese libro, en aquellos barcos que no contaban con puente de mando, se guardaba en un armario de forma cilíndrica (Bitácora) que se ubicaba al lado del timón, y que a su vez portaba la aguja náutica, que en todo momento debía apuntar al norte, ayudando así a mantener el rumbo deseado. Como es lógico, aquí, al lado del sofá de casa de mi madre ni hay bitácora, ni hay caña de gobierno, ni velas que gualdrapean ni nada de nada. Es más, lo más cerca que estoy del mar es una litografía de “Muchacha mirando por la ventana” en la que al fondo se ve un trozo de bahía, y el mar de por medio. Tristísimo vamos.
¿Y qué escribir pues en el cuaderno? ¿Qué ha ocurrido durante estas guardias que deba ser reflejado en ese libro sagrado que, cual caja negra, desvela a sus revisores lo más trascendente del viaje? Pues poca cosa, la verdad. Y es que las convalecencias son aburridas, terriblemente aburridas, y por no dar, no dan ni para contar historias. Pero el caso es que hablando de navegaciones y de singladuras, me ha venido a la memoria la historia de uno de esos individuos que cualquier amante de las grandes aventuras, debe conocer. El Capitán Sir Ernest Henry Shackleton.
Para empezar, y como introducción de la historia que os quiero contar, solo diré que este es uno de esos individuos que como Mallory, me reafirman en la teoría de que hoy en día ningún aventurero les llega a la suela de los zapatos, pues estos eran hombres excepcionales, con unos valores y voluntades a prueba de todo, capaces de superar las limitaciones sociales y tecnológicas de su época a base de tesón y coraje, de inteligencia e ingenio, de arrojo y fe en su sino.
Su destino se unió al mar desde muy joven, pues con poco más de quince años y contradiciendo a su padre se embarco en su primer navío, y a los veinticinco ya era nombrado capitán. Y solo dos años después ya se enroló en la primera expedición Antártica a las ordenes del capitán Scott, casi nada. Y es que esta época está llena de grandes coincidencias, no en vano, otro de los nombres ilustres que se cruzó en su vida fue el del Roald Amundsen, primer hombre en alcanzar el Polo Sur en 1911, aventura que el propio Shackleton trató de lograr tres años antes.
Pero bueno, si hay un viaje por el que este aventurero es reconocido históricamente es el que le llevo a tratar de cruzar las 1800 millas que separan de mar a mar el cruce del continente antártico. El barco partió de Buenos Aires el 8 de agosto de 1914, y el 5 de diciembre se encontraban en las inmediaciones antárticas, y ya desde ese momento las cosas se mostraron complicadas. Grandes trozos de hielo se acercaban con peligro de impactar en el casco. Durante horas y horas tanto él como el segundo de a bordo consiguieron milagrosamente esquivar esos peligros, aunque el avance fue mínimo. Ese penoso avance se mantuvo hasta el 19 de enero, momento en el que todo el hielo flotante aprisionó por completo el barco dejándolo varado en mitad del océano, acompañando en su natural deriva a los enormes témpanos. El paso de los meses se hizo inevitable, y con ello, la temida llegada del invierno. A finales de octubre el barco se rindió frente a las poderosas fauces del hielo, y comenzó a partirse. Shackleton, tras valorarlo mucho, tuvo que tomar la difícil decisión de abandonar la nave. Hasta ese momento, la deriva les había hecho avanzar un total de 1186 millas, restándoles aun casi 350 hasta llegar al punto deseado. Acamparon cerca del moribundo barco, al cual vieron hundirse finalmente a finales de noviembre. El paso del tiempo, al igual que les había traído el invierno, ahora les hacía llegar el clima más cálido, por lo que el hielo que les servía de superficie vital, ahora se deshacía obligándoles a subirse a los botes para no perecer ahogados. Sin un rumbo conocido siguieron a la deriva, y por fin en abril consiguieron arribar a la Isla Elefante. Aquello fue una luz de esperanza, pero Sir Ernest pronto supo que aun no habían logrado salvarse realmente, y no tardo en planear una expedición en busca de ayuda que le haría navegar otras 800 millas más, cruzando el cabo de Hornos hasta arribar a una antigua estación de balleneros.
Dejando al resto de la tripulación en tierra, con la esperanza de volver pronto para poder rescatarlos, los tres botes auxiliares comandados por el propio Shackleton partieron de nuevo en busca de la deseada ayuda. Tras extenuantes días de navegación en condiciones extremas, por fin vieron los arrecifes que flanqueaban la costa que identificaron como la bahía de Hakkon, a veinte kilómetros de la estación ballenera. El propio Capitán y dos compañeros se enfrentaron a ese trayecto lleno de escarpadas cumbres y enormes glaciares, y tres días después por fin llegaron a su destino. Tal era el aspecto demacrado que presentaban que incluso los propios habitantes de la estación desconfiaron de ellos, y solo cuando el Capitán se pudo identificar, consiguió que un barco ballenero se pusiera a su servicio para ira a socorrer a todo el resto de la tripulación que se había quedado en la Isla de Elefante, y cuyas reservas de alimentos y combustible hacía tiempo que se debían de haber terminado, pues llevaban allí mas de cien días a su suerte. Con el ballenero, Shackleton no pudo llegar a Isla Elefante, y lo mismo le pasó con otros dos buques más. Parecía que el rescate iba a ser imposible, hasta que al fin, con un Vapor prestado por el gobierno chileno, consiguió llegar a la costa deseada. Era el 30 de agosto de 1916, casi dos años después desde que salieran de Buenos Aires. Los supervivientes, haciendo señales con trapos ardiendo, observaban exultantes de alegría como su rescate se acercaba a la orilla, con su Capitán en la proa que a voces preguntaba sin cesar si todos estaban bien, pues esa era su mayor preocupación. Increíblemente todos habían sobrevivido, los cincuenta y seis tripulantes y el mismo habían sobrevivido.
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