lunes, 14 de marzo de 2011

El primer montañero.



Pensad una cosa: ¿Por qué os gusta subir montañas?

A mi se me ocurren doscientas mil buenas razones para calzarme las botas y tirar para arriba. Es mas, no puedo estar más de acuerdo con M. Titos cuando asegura que cada vez que sube al Corazón de la Sandía en Los Alayos es diferente, y eso que lo ha pateado decenas de veces. Cuanta verdad, ningún atardecer es igual a anterior, y las montañas, por mucho que las trille uno, siempre tienen escondidos nuevos encantos, nuevas vistas, nuevos descubrimientos.

Terray lo describió con magistral audacia cuando tituló su obra más conocida: Los Conquistadores de lo Inútil. Nada se gana con subir un cerro, no hay premios allá arriba, solo vistas. Y entonces, ¿para qué el esfuerzo?. El frío, el calor, la sed, el hambre, las incomodidades, el sufrimiento. Todo ese esfuerzo entregado de manera gratuita, con el única objetivo de la satisfacción personal, o peor aun, del ego. ¿Realmente es así?

Cuando Albert Camus desarrolló su Teoría del Absurdo, sin saberlo, estaba poniendo el punto sobre la "i" del Montañismo. No solo eso: al elegir el mito de Sísifo, en cierta manera nos describió al primer montañero. Este griego, como otros, fue castigado por los dioses por su audacia, y la condena no pudo ser más rebuscada: pasar el resto de la eternidad subiendo una gran roca montaña arriba, y al llegar a la cima, esta caería y volvería a empezar. Camus decía que eso era la vida misma, pues en realidad, en la existencia no había un motivo final que justificara todo, y por tanto, pensar en un más allá era dar rienda suelta al absurdo. Por ello, el creía que vivir debía ser una cuestión del día a día, aprovechando cada momento al máximo de sus posibilidades. De otra forma, el sufrimiento humano llevaba irremediablemente al suicidio, a la extinción de la vida. ¿Y por que Sífido no se suicidó si su sufrimiento era eterno y no había un perdón final? Pues porque para el, aunque los dioses también le habían privado de la vista, era suficiente pensar en que desde allá arriba, el lo alto de esa montaña que día tras día subía empujando esa gran piedra, debía haber unas vistas maravillosas, y ese era un motivo suficiente para seguir el camino que su castigo le había trazado.

Para los que amamos las montañas, esa vista desde la cumbre siempre lo vale todo. Pero es que además, se da otra circunstancia aun más increíble si cabe. Da igual que uno vaya hecho polvo, o que por el contrario se encuentre en una forma excelente, El rato de la cumbre siempre es extra-terrenal por defecto, un momento mágico de perfección, donde lo mundano esta a kilómetros de distancia. Es la sensación de fluidez, de que las cosas son como deberían ser, y de manera efímera, nos acercamos por un instante a la inmortalidad.

Ayer hice cumbre en la Boca de la Pescá. Dos cojos nos juntamos, y dos cojos subimos esa tachuela de las estribaciones de Sierra Nevada. La rodillas molestando y doliendo, pero mientras ascendíamos, a ratos era como si todo estuviera en su sitio, y al final, el abrazo de la cumbre fue el colofón a un ascenso que curva tras curva, recodo tras recodo, se hizo extraordinario. Hacer vereda al andar, qué placer!

El diecisiete anestesista, y pronto a los cuchillos, así que en breve a convalecer. Vale, pero lo de ayer no me lo quita ni Dios.

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